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No quiero que se escape el día sin que desde mi ventana mande un recuerdo a las víctimas de uno de los acontecimientos más deplorables de la historia reciente del planeta. Ocurrió un 11 de septiembre cuando un iluminado pretendió cambiar el rumbo de un país asesinando a centenares de personas.
Porque fue un 11 de septiembre el día en el que Pinochet se alzó en armas y dio un golpe de estado que acabó con el gobierno democrático de Salvador Allende. Un gobierno que había pretendido, osados ellos, abandonar la inmensa tiranía de los Estados Unidos y recuperar un poder económico nacional que permitiera revertir las desigualdades sociales en su territorio.
Pero Henry Kissinger (curioso Nobel de la Paz el suyo) y toda la administración estadounidense secundaron un levantamiento que pasó por las armas a centenares de chilenos, por el tremendo delito de ser de izquierdas y perpetuaron un régimen que asesinó, violó, e hizo desaparecer a muchísimos compatriotas y al que sólo el coraje de los chilenos logró poner fin.
Hoy cuelgo de mi ventana la bandera de Chile como homenaje a Salvador Allende, un hombre honesto, un político culto e inteligente que prefirió que lo mataran antes que abandonar el puesto en el que el pueblo (su pueblo chileno) le había situado. Hoy ondea la bandera que sobre el fondo azul sólo tiene una estrella blanca para recordar tantas tropelías que los de las cincuenta y dos estrellas han cometido a lo largo y ancho del globo.
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