martes, 8 de diciembre de 2015

On air: Maneras de morir


La columna de la pasada semana también está basada en una noticia. En este caso en dos. La primera, la aparición en la cama de su casa del cadáver de una mujer que llevaba cinco años muerta. La segunda, la circulación de las imágenes de su cadáver. Hay pocas formas peores de morir.
Supongo que a ciertas alturas de la vida quien más y quien menos ha pensado en la muerte. Bien porque la ha visto pasar de cerca, bien porque la ha sufrido en una persona cercana pero la muerte se nos hace siempre presente. Convivimos con ella. Es más, como dice aquella frase, está tan segura de su victoria que nos da toda una vida de ventaja. 
La muerte nos encuentra como nos encuentra. De repente, por un despiste en la siguiente curva; con sufrimiento, tras una larga enfermedad; sin causa ni razón, por un atentado que te sorprende cuando cenas en tu restaurante preferido.  
También los hay que llevan las cartas marcadas por la muerte. Un niño de Etiopía tiene 30 veces más probabilidades de morir antes de llegar a los 5 años que un niño europeo. En Palestina la muerte viste la estrella de David. En Siria se esconde entre las bombas que tiran unos, otros y los de más allá. 
Evidentemente, no hay forma buena de morirse. Una visión vitalista lleva a preferir morirse de muy viejo, con la cabeza en su sitio hasta el último día. Si nos ponemos hedonistas lo de morir en pleno acto de placer puede resultar atractivo. Quizá el planteamiento más reflexivo parece preferir morir en la cama, pero de un infarto, sin sufrimiento y sin esperas. 
Son gustos, si es que por la muerte se pueden tener preferencias. Pero creo que todos podemos estar de acuerdo que de las muertes que conocemos una de las peores ocurrió en Cádiz hace cinco años. Y no porque la muerte fuera violenta o con sufrimiento. No lo sabemos. Lo peor de aquella muerte es que no se ha conocido hasta esta semana.  
Nadie se preocupó por Pilar ni viva ni muerta y víctima de tantos males como tenía, comenzando por la soledad, se ha llevado cinco años en su cama rodeada de basura. 
Es curioso, ahora sí parece importar. Ahora nos enteramos de que tenía una paga de incapacidad, que alquilaba habitaciones, que había sido enfermera. Muerta nos interesa su foto que circula por las redes sociales en un repulsivo ejercicio de falta de respeto.  
A lo mejor la nueva sociedad es esto. Que alguien enferma y sola se lleve cinco años en la cama muerta sin que nadie pregunte por ella pero que cuando se descubre su cadáver todos recibamos su foto. Así es la forma más triste de morir, hasta después de muerto.

On air: Lágrimas negras

La columna de hace dos semanas tiene su origen en una de las noticias más desagradables que he leído en los últimos tiempos. Un partido de fútbol base tuvo que ser suspendido por los insultos racistas a un niño. Una de esas noticias que nos pone ante el espejo: ¿somos una sociedad racista?

Una de las nuevas condiciones que me ha generado ser padre es la de convertirme en padre de un pequeño futbolista. Desde hace unos meses mi hijo da patadas al balón en el equipo del barrio. Aunque sé que no me va a sacar de pobre, me encanta ver la ilusión con la que se pone el chándal del equipo y se va a entrenar o a jugar los partidos. 
Tengo que confesar, ahora que estamos en confianza, que apenas voy a verlo. No por él, sino por mi. No quiero dejarme arrastrar por esa pasión exacerbada que los progenitores de futuras estrellas tienen en las gradas. Es cierto que aún es pronto y que mi hijo y sus amigos conservan la inocencia de creer que llegarán a ser Messi o Cristiano. 
No sé si a los 11 o 12 años sigues manteniendo esa inocencia o simplemente juegas al fútbol por estar con tus amigos, por pasarlo bien, por hacer deporte. Lo que estoy seguro es que a los 11 años, ya te has dado cuenta de que tu color de piel es distinto al de la mayoría de los que viven al tu alrededor, de que eres negro. Probablemente, aun habiendo nacido en el mismo barrio, aun yendo al mismo colegio, aun jugando en el mismo equipo de fútbol, te das cuenta de que te tratan un poco distinto. A veces, incluso, te insultan. 
Eso fue lo que le pasó el otro día a un niño de once años cuando jugaba al fútbol. Un tipo en la grada comenzó a proferir insultos racistas. Y el niño, con sus nobles once años, con su sueño de ser Messi o Eto’o comenzó a llorar y le dijo al árbitro que no quería seguir jugando. El maldito racista le había arruinado su día de fútbol, le había amargado la fiesta que para cualquier niño es ponerse las botas, el uniforme y el chándal de su equipo. 
Es una anécdota, sí. Pero no. En el año 2014 los crímenes de odio racial crecieron en España un 24%. Vivimos en una sociedad distinta. Una sociedad que ha dejado de ser tan homogénea cultural, racial y religiosamente como la de nuestros padres. Y que lo será menos para nuestros hijos. Hay cinco millones de personas en España que no son españoles y otro millón que se ha nacionalizado pese a haber nacido fuera de nuestras fronteras.
Entre ellos hay negros, chinos, musulmanes, latinos,… Quien no se dé cuenta de eso, quien pretenda revertir eso, está viviendo en el momento equivocado en el país equivocado. Por eso, contra las actitudes racistas hay que ser socialmente intolerantes. No basta sólo con secar las lágrimas de ese niño al que no le dejaron jugar al fútbol en paz. Se trata de callar las voces de los energúmenos malnacidos que le gritan a un niño de once años por ser negro.