jueves, 11 de agosto de 2011

On air: Blas Infante

La madrugada del 10 al 11 de agosto de 1936, menos de un mes después del golpe militar, Blas Infante fue fusilado en el kilómetro 7 de la carretera de Carmona. Esta madrugada se han cumplido 75 años de aquel acontecimiento y como andaluz que sufre por las heridas del pueblo andaluz me parecía un buen momento para honrar su memoria en mi columna del Hoy por Hoy Cádiz.

Hay pocas personalidades históricas a las que realmente admire. Para alcanzar ese nivel, exijo tres requisitos fundamentales. El primero, unos ideales de compromiso con los más desfavorecidos. El segundo, haber vivido conforme a los propios ideales. El tercero, no haber hecho uso de la violencia contra sus semejantes. Por eso, el grupo es muy exiguo y uno de sus escasos miembros es Blas Infante.
Esta madrugada se cumplieron 75 años desde que a Blas Infante lo fusilaran en el kilómetro cuatro de la carretera de Carmona. Con este motivo, se suceden los homenajes en los que todo el mundo habla de Blas Infante pero nadie de su compromiso. Todo el mundo evoca su figura, pero nadie sus ideales. Porque Blas Infante fue andalucista, que para él significaba creer en el federalismo de una Europa plural. Escribió aquello de que su nacionalismo, antes de andaluz era humano. Blas Infante creía que la educación era el camino para sacar del retraso endémico al que está sometido el pueblo andaluz. Blas Infante repudió el caciquismo, el centralismo y la miseria del jornalero andaluz.
Sin embargo, todo eso se olvida, cuando no se obvia voluntariamente con el objetivo de convertir a Blas Infante en una especie de estatua que todo lo admite, una pensador inocuo que se limitó a escribir el Andaluces levantaos, por Andalucía libre, los pueblos y la humanidad. Algunos lo homenajean sin haber hecho nada durante 30 años por acabar con la miseria del campo de Andalucía y habiéndose convertido en sus nuevos caciques. Lo homenajean mientras que miles de jornaleros andaluces emigran a Francia a vendimiar.
Algunos, incluso, desde sus antípodas ideológicas, se permiten hablar en su nombre. Ellos que son los herederos del caciquismo andaluz, los representantes del centralismo españolista que tanto daño le ha hecho a este pueblo, se aventuran a imaginar lo que diría Blas Infante a día de hoy. Pues, permítame señor Arenas, si Blas Infante viera que el líder de un partido que se opone a restaurar la memoria de los represaliados, que envía restos humanos de panteones a fosas comunes sólo por haber muerto en el bando de los perdedores, que mantiene en su partido a un tipejo como Vidal Quadras que insulta la memoria de Blas Infante, si Blas Infante viera que usted, señor Arenas le lleva flores, se revolvería en la cuneta en la que lo tiraron y en la que nunca se le ha podido encontrar.
Se suceden los homenajes interesados, partidistas, pero nadie hace nada por restituir su memoria y anular la sentencia de muerte que el franquismo dictó contra él dos años después de fusilarlo. 

lunes, 8 de agosto de 2011

Angelita

El Colegio Público La Inmaculada hoy.
Ayer me encontré con Angelita. Aunque somos casi vecinos, entre sus viajes a Alemania y mis prisas, hacía algún tiempo que no hablábamos. Sin embargo, pese a tanto como hemos hablado tantas veces, nunca me he atrevido a decirle lo que representó en mi vida. Pero no quiero que por tardar demasiado se haga demasiado tarde, y ayer me decidí a que no pasaría ni un día más sin explicarlo, aunque no fuera a ella directamente. Es mi humilde homenaje, lo menos que puedo hacer para compensar todo lo que me dio esa mujer.

Y es que Angelita, Angela Martínez Accame, la señorita Angelita, fue mi maestra durante cinco años de vida. Profesores he tenido muchos, pero maestros sólo dos o tres. Una fue mi madre. Otra ella, sin lugar a dudas. Mi admiración y respeto no nacen del hecho de que fuera mi tutora en la ya difunta EGB. También lo fue la señorita Emilia y de ella no guardo más recuerdo que la torta que le pegó a un compañero. Eran otros tiempos y otra enseñanza. Pero no para Angelita. Ella siempre nos trató como lo que seríamos, futuros adultos.

A fe de ser sinceros, no recuerdo mi primer día de clase con ella. Sí recuerdo que los mayores en el autobús del colegio, me decían que era muy dura, muy exigente,... Con siete años a mi me entraba por un oído y me salía por otro, porque a mi me preocupaba más quién iba a traer el balón para el recreo que lo que pasara en el aula. Era la consecuencia de ser hijo de maestra, que me dio algunos cuerpos de ventaja en mi relación con lo que ahora llaman pomposamente los itinerarios curriculares.

Angelita no me enseñó a leer ni a escribir, ni las cuatro reglas básicas. Ni siquiera me inculcó el afán de conocer, que ese lo traía ya de casa. Sí me enseñó Historia, mucha Historia, en unas clases por las tardes en las que disfrutaba como el enano que era, maravillado entre suevos, alanos, Austrias y Borbones. Pero lo más importante no fue eso, lo más importante fue el espíritu crítico, el nivel de exigencia, la libertad, la inteligencia. Me enseñó a ser persona. En el fondo, creo que me sentía tan gusto en aquel aula porque Angelita representaba algunas de las cosas de mis padres. Era tan roja, tan política y tan irónica como mi padre; era tan meticulosa, tan exigente y tan cariñosa como mi madre.

Mucho tiempo pensé que había sido un privilegiado por gozar del cariño y del favor de aquella gran mujer. Sin embargo, un día ocurrió una anécdota que me dio la verdadera dimensión de Angelita como maestra. En una clase de la Facultad un profesor recién llegado de Madrid comentó que había pasado su infancia en Cádiz y había estudiado en el Colegio La Inmaculada. Cuando acabó la clase me acerqué a él y le dije que yo también había estudiado allí. En la conversación el primer nombre que sacó mi profesor  fue el de la señorita Angelita. Aquel día me di cuenta de que no fui afortunado por caerle bien. No tuve la suerte de que aquella generación del 78 le resultara simpática. Simplemente, tuve el honor de ser su alumno durante cinco de los mejores años de mi vida, como le había pasado a muchas generaciones de alumnos antes y como le pasaría a algunas generaciones de alumnos después.

Por eso, muchas gracias, Angelita.

sábado, 6 de agosto de 2011

Perdedores

Aprendí a perder de niño. No fue en esas sesiones interminables de juego a las cartas en las que me hacía trampas a mí mismo para poder ganar siempre. Fue un poco más tarde, cuando empecé a jugar al fútbol con el equipo del barrio. El equipo de la Asociación de Vecinos de Loreto. El Loreto, para que nos entendamos.

Me acuerdo como si fuera ayer del primer día de entrenamiento. Me llevó mi amigo Salva que jugaba de portero en el equipo. Llegamos, me presenté y me pusieron a correr. Asi estuve prácticamente durante el año que fui a los entrenamientos hasta que me echaron. Una hora dando vueltas al campo y un ratito en el que tocábamos el balón. No son excusas, nosotros éramos malos, pero el entrenador (un hombre bajito, regordete y un poquito zambo que ahora vende cupones en la puerta del bingo Cantábrico y del que no recuerdo el nombre) no es que fuera mucho mejor que nosotros.

El primero yo mismo, que no sabía situarme, darle a la pelota, pasársela a un compañero... No sabía hacer nada bien y como jugaba de cierre muchos de los goles eran culpa mía. Satisfecho con mi actuación sólo me quedé una vez, que me cambiaron cuando íbamos empatados y yo estaba jugando bien y acabamos perdiendo. Pero si yo era bastante mediocre, no había ninguno de mis compañeros que destacasen.

Recuerdo a Salva y Tony de porteros, a Carlos, a Fran, a Jesús, a Faly,... un equipo de niños felices que no éramos menos felices cuando perdíamos. Menos mal, porque perdíamos siempre. En el primer partido contra el Portuarios nos cayeron diez goles y a partir de ahí la cosa fue lo suficientemente irregular para que a veces nos metieran tres, otras cinco y otras doce. Y lo peor es que, en lugar de progresar, al final de la liga éramos peores que al principio.Sólo una vez conseguimos empatar, en el campo de Puntales, y por el empate nos invitaron a Cocacola en la sede de la Asociación de Vecinos. Ni siquiera aquel día la satisfacción fue plena porque cuando íbamos a marcar el gol de la victoria un niño mayor que pasaba por allí se cruzó por delante de la portería y evitó que la pelota entrara.

Ya digo, que aquella etapa me enseñó a perder, pero aprender a perder no equivale a acostumbrarse. Nunca me gustó. De hecho, sigue sin gustarme lo de perder, pero comprendí que si iba en el bando equivocado, en el de los más débiles, en el de los menos preparados, perdería. Y aunque mantenga la lucha y el esfuerzo  por ganar, sé que, la mayor parte de las veces, me toca perder.

Por eso, cuando el otro día vi este vídeo, me sentí tan identificado. También recordé a mi equipo de niñas, pero esas merecen una entrada completa otro día.

jueves, 4 de agosto de 2011

On air: Un trofeo negro

El lugar del fallecimiento un día después.

Hay dos tipos de noticias que me crispan los nervios, que me crispan la sangre. Unas son aquellas relacionadas con los crímenes machistas. Las otras las que hablan de muertes en el trabajo, homicidios, generalmente por omisión, que nos tomamos con una naturalidad alarmante. Ayer sucedió otro, en el estadio Carranza, en las vísperas del Trofeo.

Si todo hubiera transcurrido de forma normal, hoy sería un día perfecto para hablar del Trofeo Carranza, para glosar su larga decadencia, para recordar las promesas del Ayuntamiento para esta edición y para la del 2012, incumplidas ya parcialmente.
Sin embargo, ayer ocurrió uno de esos hechos que, para mi, ensombrece la cotidianidad. Porque hay muchas noticias tristes en cualquier informativo, pero hay dos tipos de lacras que me ponen especialmente de mal humor. Una es la violencia machista. La otra son las muertes en el tajo.
No soy mujer ni me he subido nunca a un andamio, pero en ambos casos tengo claro dónde está ese interruptor que me hace ponerme de mala leche. Porque me asquea compartir condición humana con aquel hombre que maltrata a la persona a la que dice amar o a la que un día amó. Y me repugna pensar que aún a día de hoy hay trabajadores que se levantan sin saber si regresarán a su casa cuando acabe la faena, como si estuvieran construyendo una catedral del siglo XIII.
Ayer le tocó a Ismael López. Tenía sólo 24 años y desde El Cuervo venía cada mañana a trabajar a Cádiz a la obra del estadio Carranza, una obra que impulsa el Ayuntamiento de Cádiz sin coste alguno para los gaditanos, pero que ya tiene el coste de una vida para los trabajadores. Ni las obras de responsabilidad pública se libran. Él es otro cadáver más que se queda en el camino de la inseguridad en el trabajo. Porque lo llaman accidentes, pero tienen responsables, la precariedad, la falta de medios, las prisas,… Un compañero más fallecido mientras sudaba su frente para ganarse el pan. Otro caído en acto de servicio.
Sin embargo, para él no habrá funeral de Estado. No vendrá el príncipe ni su féretro lo cubrirá la bandera española. Por no tenerle respeto, ni tan siquiera el Cádiz, el usuario del estadio, suspendió la presentación de un futbolista que tenía programada. A pesar de que a menos de cincuenta metros acababa de morir un hombre. Un joven currante.
Esperemos que los organizadores del Trofeo tengan hoy algo más de delicadeza y que haya algún recuerdo para su persona. Y puestos a esperar, esperemos que la Justicia actúe con eficacia y valentía, que no vuelva a suceder como con Jesús Mera y que los culpables se paguen sus responsabilidades. Ninguna de las dos cosas le devolverá la vida, pero al menos demostrará que a esta sociedad le importa, aunque sólo sea un poco, los obreros que se juegan la vida cada día. En definitiva, que hemos avanzado en algo desde el siglo XIII.