jueves, 13 de septiembre de 2012

On air: Catalonia is not Iceland

Alguno de mis oyentes habituales me ha dicho que le gusto más cuando hablo de Cádiz y no me ando por las ramas ni me meto en berenjenales lejanos. Puede ser. Pero es que a mi me gusta hablar de lo que se me apetece y, en este caso, me apetecía dar mi opinión sobre la manifestación de la Diada en Barcelona. No soy yo de los que me alarmo porque alguien no quiera ser español. Más bien al contrario. Yo mismo, si pudiera, elegiría otra nacionalidad. Ahora bien, siempre con la defensa del derecho de autodeterminación y mi respeto a mis amigos catalanes, creo que tienen que tener cuidado.


A estas alturas de la película simpatizo con los que quieren abandonar España. Sólo hay que pasear por la calle, hablar con los jóvenes que llenan nuestras universidades o con los que no pueden ni estudiar ni trabajar para comprender que la esperanza de un futuro mejor pasa por dejar atrás la piel de toro y buscar nuevas oportunidades. Muchos de esos cinco millones de parados quisieran ser suecos, canadienses o austriacos para estar al otro lado de la cuerda, para ver la vida de otro color.

Se trata del dinero, por supuesto, de las cifras de paro, del nivel salarial, de las relaciones laborales. Y de los recortes, evidentemente. De que cuesta más caro el material escolar por si los compra un arquitecto, de que se reduce la atención sanitaria, de que hay que pagar más por los medicamentos, de que cada vez hay menos profesores y más alumnos,…
Pero creo que hay algo más. Creo que la atmósfera en España se está haciendo irrespirable. El comienzo de la crisis quedó marcado por la cortedad de miras de los que gobernaban y la dureza de una oposición implacable. Después cambiaron las tornas y los implacables no saben qué hacer y, por supuesto, de la oposición nada podemos esperar.
La sensación es que nadie sabe dónde vamos. Vivimos en un Estado en el que el presidente del Gobierno sólo dice la verdad en finlandés. Un país que no se gobierna a sí mismo sino que sobrevive cumpliendo condiciones que le vienen impuestas por dirigentes que no escogió. Un país sometido a la dictadura de los mercados y que se planta ante el precipicio de convertirse en Grecia o en la siempre pobre y denostada Portugal.

Si eso que han venido a llamar transición nacional desemboca en una auténtica revolución social serán afortunados. Ahora bien, si lo único que quieren es que en lugar de rescatarlos Madrid los rescate Bruselas, si se trata sólo de cambiar la bandera bajo la que estar sometidos me parece un movimiento estéril. Porque, sinceramente, entre el liderazgo de Rajoy y el de Mas, entre la corrupción de Urdangarín y la de Félix Millet, entre los recortes de Ana Mato y los de Boi Ruiz, entre la demagogia de Durán i Lleida y la de Esperanza Aguirre, no me quedo con ninguno.
Entre los que quieren irse está ese más de millón de catalanes que salieron a la calle porque están hartos de esta España. Los comprendo. De hecho, somos muchos los que estamos hartos. Catalanes que quieren ser Islandia o Suiza. Pero es muy posible que no lo consigan. No porque no lo merezcan o no sean capaces sino porque allí, como aquí, lo que está pendiente no es una declaración de independencia sino un cambio en el reparto del poder de decisión, una redefinición de la democracia.

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