jueves, 30 de agosto de 2012

On air: Masa enfurecida

Lo reconozco, me gusta meterme en charcos. Bueno, quizá sea más correcto decir que me gusta mantener mi opinión aunque sepa que es minoritaria. Si está fundamentada en mis principios y mis valores y la considero sólidamente justificada, me gusta mantenerla y no me importa estar en el trozo pequeño de la tarta. Más aún viendo el color y el sabor que está cogiendo la tarta. Por eso no me ha importado lanzarme en mi primera columna de las vacaciones a hablar del Caso Bretón y la respuesta de la masa enfurecida.


Como ser humano me parece aterradora la muerte de dos niños. Como padre, que esa muerte pueda deberse a la actuación de su progenitor me resulta, directamente, una auténtica aberración de la conducta humana. Una deformación de una mente despiadada que antepone su persona a los seres a los que debiera querer y cuidar. Entiendo, por ello, el estupor y el enfado de tanta buena gente que contempla aturdida una posibilidad tan desagradable. Más aún cuando el tratamiento policial del caso ha dado lugar a una serie de desmentidos, equívocos e incertidumbres.

Sin embargo, la sorpresa y la consternación ante los informes forenses que desmienten los anteriores informes policiales, se convierte pronto en el linchamiento y un tratamiento mediático macabro digno de un país en el que el límite entre la información y el morbo se difuminó hace mucho tiempo.

Me solidarizo con esa madre a la que le han arrebatado sus seres más queridos pero me cuesta comprender qué mueve a una persona que ni le va ni le viene el asunto a hacer pintadas ofensivas en la casa de unos abuelos que nunca verán el séptimo cumpleaños de su nieta ni responderán a las cien mil preguntas de su nieto. Lo mismo me sucede con los que piden el endurecimiento de penas.

Pasó con Mari Luz, pasó con Marta del Castillo y antes con las niñas de Alcásser. Ya sé que predico en el desierto y en pocos meses veremos una nueva reforma penal para endurecer aún más las penas en España porque la legislación penal en nuestro país se hace a golpe de programa de telebasura. Se incrementarán las penas, se endurecerá el Código Penal y seguirá habiendo casos como éstos. Porque no creo que nadie en su sano juicio pueda creer que un padre que mata a sus hijos tiene en cuenta para tan monstruosa acción las consecuencias penales que ello le supondrá.

Ni el endurecimiento de condenas, ni la cadena perpetua, ni la pena de muerte evitarán que de vez en cuando nos sobresaltemos con casos como éstos. Tampoco servirán para devolver esos hijos a su madre. Entonces, el único cometido de revisar al alza las penas es el de calmar las ansias de venganza de la masa enfurecida. No es nuevo ni exclusivo de nuestro país. En otros lugar lapidan pública y multitudinariamente a los criminales. En España preferimos hacerlo ante la tele, con una lata de cerveza en la mano. Pero la venganza no nos conduce a ningún lugar. Sólo nos supone un camino por el que perdemos derechos, garantías y libertades y nos envilecemos como sociedad, situándonos a la altura de los criminales. Además, generamos un sistema más propicio para que a ciudadanos inocentes les pueda pasar lo que a Rafael Ricardi o a Diego Pastrana.

jueves, 9 de agosto de 2012

On air: #SomosFACUA

La columna de esta semana podría haber estado dedicada a Sánchez Gordillo y los Mercadona, pero no. También al Trofeo Carranza octangular de cuatro equipos, pero no. La columna de esta semana es mi modesto apoyo a los compañeros de FACUA y a la censura que el Gobierno pretende ejercer en las organizaciones sociales.


Aunque parezca mentira dados mis compromisos laborales, no creo demasiado en las ONGs. Es un antiguo prejuicio que mantengo. Considero que no deberían quedar a la voluntad privada los graves problemas que acechan a nuestra sociedad. Está bien que un grupo de personas done parte de lo que le sobra para que una organización atienda a los niños desnutridos del Cuerno de África, pero siempre me ha parecido mejor obligar a los Gobiernos del mundo a acabar con los desequilibrios que generan estas hambrunas. Quizá sea demasiado utópico, pero lo que es obligación no puede quedar en manos de la buena voluntad.  
Después está la cuestión de la independencia. Trabajo en una Asociación en la que nunca me he sentido presionado para decir o callar algo porque pudiera perjudicar sus intereses. Sin embargo, sé que es excepción. Las subvenciones sirven de mordaza en este mundo asociativo. Les podría contar algunas extrañas historias de organizaciones que gritan en reuniones privadas pero que después callan en público pendientes de las inyecciones de fondos.  
Evidentemente, no todas son iguales. Hay asociaciones con credibilidad bien ganada y una voluntad combativa contra los poderosos, sean del color que sean.  Por eso me llamó especialmente la atención la noticia de que el Gobierno pretendía ilegalizar a FACUA. Leí el informe remitido por Anita Mato y sus secuaces y comprobé que se trataba de un ejercicio de presión digno de tiempos pretéritos. Eso de decir que cuando vamos a un hospital público o a una escuela no somos usuarios sino meros beneficiarios de prestaciones, convierte todo el Estado del Bienestar en una concesión graciosa del que manda. Es su forma de verlo, por supuesto, pero es algo más. Es también un aviso a navegantes. La voluntad de callarnos la boca, a FACUA y a todos los que nos quejemos. Censura de la clásica, de la más despreciable desde el sillón de un ministerio que naufraga recortando medios a los enfermos y cobrando medicamentos a los pensionistas.
Me decía el otro día uno de los pocos peperos de cargo con los que mantengo relación que FACUA no necesita quien la defienda porque ellos se defienden solos. No lo sé. En estos tiempos de degradación moral y regresión ideológica, siempre es bueno mostrar el rechazo contra la tiranía. De todas formas, si FACUA no necesita mi defensa, sí que yo necesito la defensa, el asesoramiento y la ayuda de FACUA. Para luchar contra las oligarquías económicas, para denunciar los abusos, para enseñarnos a ejercer nuestros derechos como consumidores y usuarios. Ya sea en su web, en la prensa o en el espacio que los jueves mantienen en este mismo programa. Y aunque no la necesiten aquí tienen los compañeros de FACUA mi voz en señal de apoyo.

jueves, 2 de agosto de 2012

On air: Apellidos

Saucedo y Aído en foto de lavozdigital.es

La columna de esta semana surgió hace mucho tiempo cuando a un acto acudió Raul Perales como Director del Instituto de la Juventud de la Junta de Andalucía. Otor Perales, pensé. Después vi a los Aído, Pizarro y, lo último el nombramiento de Delegados Provinciales de la Junta de Andalucía en Cádiz y, entre ellos, a Cristina Saucedo hija del exSubdelegado del Gobierno. 

Con las cuatro letras de su apellido, mi padre me ha transmitido la obligación de deletrearlo siempre para evitar que le metan una U por medio. También me ha trasladado bastantes filias de quienes me aprecian sólo por conocer su honestidad y, por supuesto, alguna fobia de aquellos a los que se enfrentó, seguro que con un buen motivo. Llegados a este punto de la vida, no me parece mal. Ahora bien, si mi padre, en lugar de ser un obrero, fuera un noble me habría podido transmitir su título nobiliario como los hijos de la Duquesa de Alba o los de Esperanza Aguirre. Con esa despreocupación económica que da tener el futuro resuelto, podría criticar las subvenciones de unos centenares de euros a los jornaleros o las mamandurrias a los sindicatos que son siempre de peor alcurnia que los enchufes en la Administración o los grandes latifundios. Si mi padre fuera un cacique en Castellón me podría haber dejado en herencia la presidencia de la Diputación de aquella provincia y todo arreglado con mis nuevas generaciones para ocupar un puestecito en el Congreso de los Diputados en el que insultar a la plebe. Pero si mi padre, de socialista y obrero, se hubiera convertido en un político de carné y cargo público, también me habría dejado la vida resuelta. Porque si yo me apellidase Perales, Saucedo, Márquez o Pizarro tendría un puesto asegurado. Un puesto de libre designación. Un dedazo. A lo peor me habría presentado a una convocatoria electoral, de relleno que repitiendo apellido no se encabezan listas, pero en un puesto de los que salen seguro. Una vez allí, me podrían mover de un sitio a otro sin quedarme nunca desocupado gracias a mi apellido. En el Instituto de la Juventud, en la Empresa Pública del Suelo, en Instituto de la Mujer,… De hecho, si mi apellido fuera Aído podría haber llegado incluso a ministro, aunque después hubiera quedado en evidencia mi nula capacidad, mi falta de formación.. A mi me habría dado igual, porque antes de que todo explotase yo habría cogido las maletas para conocer Nueva York con cargo a algún organismo de esos en los que se cobra mucho y se trabaja poco. Hasta en Izquierda Unida con el apellido se llega lejos y si no que se lo pregunten a Amanda Meyer. Seguro que seré injusto con alguno de ellos pero esta nueva endogamia socialista llama la atención. Son apellidos tocados por la mágica vara del servicio público que nunca han hecho nada fuera de la política. Después algunos se lamentarán por la desafección de sus bases pero la versatilidad de los políticos que son hijos de políticos produce náuseas. Ahora no hace falta tener padrino, basta con tener un padre que diga haber estado en la transición.